Cuento inspirado en la leyenda de los amantes de Teruel
Isabel vivía feliz al amparo de un castillo turolense cuyo
gobernador era su padre. Ella tenía
todas sus comodidades en el palacio, pero,
como ocurre a menudo a los jóvenes consentidos, el cariño familiar no era
suficiente para borrar esa impresión de confinamiento de seguridad entre esas
murallas. El aburrimiento la pillaba cada vez más, y la chica necesitaba
agrandar su espacio vital, así que se le permitió salir de las murallas para
pasearse por el campo en los alrededores de la fortaleza bajo la vigilancia de
una pequeña escolta y de un guardia apostado en la atalaya, encargado de dar la
alerta con campanadas en caso de que ya no estuviera al alcance de su vista o
que cualquier peligro estuviera
avecinándose. Cada día Isabel alargaba un poco más su perímetro de exploración.
A veces el castillo desaparecía detrás de un cerro. Se daba La alarma y era la
señal que la pequeña comitiva tenía que regresar. Lo del señal era un arma de
doble filo. Las bandas enemigas, los árabes, los maleantes, al oír la señal, sabían que una posible presa se encontraba alejada
de la protección de la tropa del castillo.
Ese día, Isabel y sus acompañantes oyeron tocar a rebato las campanas del
castillo y no le hicieron mucho caso porque pensaban que solo fue la inquietud de la guardia por perderles
de vista que desencadenó la alerta.
De repente oyeron cabalgatas y ya no tenían tiempo para
huir y alcanzar la protección del recinto amurallado.
En un instante, fueron rodeados de jinetes árabes, de
apariencia espantosa, riendo a carcajadas, gritando de alegría a la idea de
haber capturado esa hermosa joven mujer que parecía ser un valioso botín por el
comercio de rehenes, los que era generalmente el objetivo de aquellas algaras.
Ahora sí, Isabel comprendió el doble sentido de la señal.
No fue dada por su distanciamiento del
castillo sino por el acercamiento de una tropa desconocida.
Pero ¿Qué está pasando? De pronta los gritos se hicieron
cada vez más fuertes, expresando más el miedo y la inquietud que la alegría de
unos minutos antes.
La señal no se había parado todavía. Apareció otra tropa,
lo que espantó a los árabes que se largaron a toda prisa, con todas sus destrezas a caballo.
Gracias a Dios, los jinetes de la hueste recién llegada no
parecían hostiles, eran cristianos . El capitán de ese pequeño ejército se
presentó a Isabel. Su nombre era Diego y su misión lo había llevado a esos
parajes . Era un hombre guapo, alto, moreno, con ademanes de caballero, incluso
de gentilhombre.
Isabel lo miraba con una mezcla de gratitud y de
admiración. La admiración fue
compartida, y el encanto que emanaba de Isabel tuvo un efecto demoledor en los
pensamientos del joven capitán. Tal como el pez en la mar, veía el dulce cebo pero
no el anzuelo.
Empezó a entablar conversaciones con Isabel, le contó su
vida, sus hazañas en las batallas en las
que tuvo que participar. Ya no podía
parar de hablar, como si, al callarse, se hubiera roto el hilo que sentía tejerse entre los dos. Isabel resplandecía de
contento, por fin algo nuevo en su vida y se puso a hacer castillos en el aire.
La manera de ser de este caballero la encantaba.
- - "Tal vez este hombre podría cambiar mi porvenir
y aportarme una felicitad renovada aunque nunca he sido desdichada. ."
Y finalmente le
confesó que ser mimada por los padres ya no cumplía sus sueños y que esperaba
un futuro diferente.
Era más de lo que
Diego esperaba oír, y él le confesó que de conquistar su corazón fuera la mayor
de todas las conquistas que había hecho hasta la fecha y que podía
esperar hacer después.
Pero, Diego, que conocía el padre de Isabel no pudo
eludir de hablar de la enemistad que reinaba entre las dos familias rivales en
la lucha por el poder y las influencias .
¿Se opondría a su
relación con Isabel? ¿Acaso tenía otros planes preparados para su hija?
Pero por su
intervención en el caso presente, que finalmente puso a salvo su hija, y quizá
le habrá salvado la vida, se puso a
esperar que granjearía los favores del
gobernador.
Un destacamento
había venido al rescate y ,muy bien escoltados, alcanzaron el castillo al anochecer. El gobernador no
puso mala cara, y aun se mostró muy feliz por recoger a su hija sana y salva y
felicitó a Diego por su apropiada intervención. Ordenó que se preparara un
banquete en su honor. Su actitud
incentivó a Diego, en el banquete hablaron de cualquier cosa y finalmente Diego
pidió al gobernador permiso para casarse con su hija. El gobernador no quiso
negarle de inmediato su acuerdo pero ni se lo garantizó. " Tengo que
ponerte a prueba. Tu Diego tienes que participar en la próxima expedición que estoy
preparando y que estará dirigida por Álvaro.
Tendrás que aportar evidencias que mereces la fama que te precede y por ende mi
única hija.
Isabel palideció.
Odiaba a Álvaro y para colmo de desgracia, el tal Álvaro era uno de sus
pretendientes. Podían pasar muchas cosas
en esas expediciones, y ¿por qué no? Álvaro poniendo deliberadamente la vida de
Diego en peligro. A lo mejor era una estrategia de su padre para deshacerse de
Diego y echar la culpa a la suerte de la guerra.
Meses pasaron. Ninguna noticia. Isabel ya no dormía,
acabó no comiendo, enflaqueció.
Cuando llegó el día del regreso de la guarnición, Isabel
acudió a toda prisa, a pesar de estar muy debilitada. Y lo primero que vio fue
a Álvaro. Lo insultó sin contemplaciones, acusándolo de haber matado a Diego,
le gritó que nunca se casará con él, que su corazón pertenece a Diego y que sin
él la vida ya no valía la pena y cayó al
suelo desmayada. Mientras tanto llegó Diego que cerraba la marcha. Vio Álvaro agachado encima del cuerpo de
Isabel, pensó que estaba muerta y le reprochó de ser la causa de su defunción.
Este no pudo soportar la alusión, reprochó a Diego de haberle robado el corazón
de su futura esposa, desenvainó su espada y mató a Diego en el acto, el cual,
al ver su amada muerta, ni había hecho ningún
ademán por defenderse. Los alaridos despertaron a Isabel, se levantó y cuando vio a Diego tumbado boca arriba y la
mancha de sangre en el pecho, comprendió. Sin soltar una palabra, le cogió su
mano, se acostó lenta y tiernamente a su lado y cerró los ojos, para siempre.
Fueron enterrados cogidos de la mano.
Fueron enterrados cogidos de la mano.
Desde aquel infausto día, corrió la voz que Isabel y
Diego, dos seres maravillosos, predestinados a quedar juntos de por vida, cumplieron
con su destino en el más allá.
A partir de entonces, se ha ido pregonando por doquier la historia de los amantes de Teruel, la cual con los años y los siglos, miles de veces contada en variadas versiones, cada vez embellecidas, acabó siendo una leyenda.
A partir de entonces, se ha ido pregonando por doquier la historia de los amantes de Teruel, la cual con los años y los siglos, miles de veces contada en variadas versiones, cada vez embellecidas, acabó siendo una leyenda.
Felipe
M (2020)