No sabía que las
llamas se multiplican de repente cuando uno deja de mirarlas durante medio día. Pero es lo que ocurrió cuando fui a cuidar a cuatro llamas a lo
largo de dos semanas de un otoño
particularmente suntuoso en el Perú cerca
de mi ciudad.
Las llamas se llamaban Hermiona, Havana y Copo di Nieve,
el afortunado esposo de las dos. Había
también la pequeña Lilú, la hija de Havana, que tenía solo cinco meses y era muy alegre, saltando
y corriendo por una finca privada que era casi grande como un parque nacional. Las otras toleraban sus brincos con
paciencia y se ocupaban paciendo pacíficamente la hierba de la finca. Eran
buenas llamas porque no intentaban escaparse, aprovechando una vida quieta y
sencilla en el cerro bajo los árboles cuyas hojas se volvían cada día
más amarillas.
Tenían genios muy diferentes. Havana era suave y
elegante y debía tomar un complemento
alimentario porque su hija la mamaba siempre y por lo tanto necesitaba
vitaminas. Hermiona era una llama majestuosa y morena, cuyo pelo espeso
revelaba su noble origen peruano. Era un poco hosca y muy golosa. Solía escupir siempre que no le gustaba algo, lo
cual ocurría a menudo, especialmente
cuando intentaba robar la palangana de gránulos especiales atribuidos a Havana
y esta quería mantener su propiedad
natural. En cuanto Copo de Nieve, era un gran llama todo blanco y bondadoso.
Miraba largamente a su alrededor con sus ojos quietos de color azul oscuro como
si nada no le pudiera sorprender. La llegada de la pequeña Lilú, impetuosa y muy activa,
no había cambiado mucho su modo de vivir.
A mí me gustaba
sentarme mucho tiempo en lo alto del cerro, mirándolas
pacer o caminar lentamente y admirando sus movimientos de cabezas elegantes.
Al observarlas cada día tan
sosegadas me parecía entonces que la vida
había de transcurrir a su imagen,
siempre igual y feliz.
Por la tarde solía
bajar por el cerro para comprobar que todo estaba en orden, las entradas
de la finca bien cerradas y las cuatro llamas pastando juntas adentro. Un día en que fui de compras a la ciudad,
volví un poco antes del atardecer.
Esta vez, a mitad camino, encontré a Hermonia parada en la senda, mirándome
como si estuviera esperándome, lo raro con su genio bastante desdeñoso.
- Hola Hermiona - le dije – - ¿Que
quieres? Y al mismo tiempo, detrás
de ella, distinguí, acurrucada en el
suelo, una pequeña forma blanca que no se
movía. - ¿Qué es eso Hermiona? - le pregunté - con mucha
nerviosidad mientras conocía la respuesta
sin poder creerla.
De verdad no era un cordero perdido por el cerro. Yo
estaba mirando, con admiración mezclada
con terror, la recién nacida llama que su
madrecita había llevado hasta aquí y que, después de descansar un rato,
intentaba ahora levantarse con patas temblorosas. Miré a Hermiona y conservé para
más tarde los reproches amargos que se me
ocurrían por haberme ocultado su embarazo
tanto tiempo.
- Espera aquí,
Hermiona - le grité - que voy a tomar el número
de teléfono del veterinario para saber lo
que tengo que hacer.
Y corrí como nunca
había corrido hasta la casa, cogí el número
y de nuevo volé más que corrí hacia abajo, escuchando al mismo tiempo las
recomendaciones casi imposibles del
veterinario. Durante este rato, habiendo Hermiona estimado cumplida su
interpretación personal de la presentación al templo, había
bajado el cerro para quedarse con las otras en el prado abajo. Corrí siguiendo su dirección y ahora las vi todas,
rodeando al recién nacido, empujándolo de un lado a otro y husmeándolo con mucho gusto. Y la pequeña llama blanca, bonita como un regalo del
cielo, parecía a la vez aturdida y muy
alegre de ser el centro de interés de tantas grandes llamas.
Y fue cuando comprendí,
sin aliento y feliz, por lo inútil de mi
presencia entre estos animales, mucho más
generalmente lo insignificante que puede ser la interferencia humana con estas
tranquilas vidas paralelas.
Odile Pouchol