samedi 2 janvier 2016

La historia de las cuatro llamas que se volvieron cinco

No sabía que las llamas se multiplican de repente cuando uno deja de mirarlas durante medio día. Pero es lo que ocurrió cuando fui a cuidar a cuatro llamas a lo largo de dos semanas de un otoño particularmente suntuoso en el Perú cerca de mi ciudad.


Las llamas se llamaban Hermiona, Havana y Copo di Nieve, el afortunado  esposo de las dos. Había también la pequeña Lilú, la hija de Havana, que tenía solo cinco meses y era muy alegre, saltando y corriendo por una finca privada que era casi grande como un parque nacional. Las otras toleraban sus brincos con paciencia y se ocupaban paciendo pacíficamente la hierba de la finca. Eran buenas llamas porque no intentaban escaparse, aprovechando una vida quieta y sencilla en el cerro bajo los árboles cuyas hojas se volvían cada día más amarillas. 

Tenían genios muy diferentes.  Havana era suave y elegante y debía tomar un complemento alimentario porque su hija la mamaba siempre y por lo tanto necesitaba vitaminas. Hermiona era una llama majestuosa y morena, cuyo pelo espeso revelaba su noble origen peruano. Era un poco hosca y muy golosa. Solía escupir siempre que no le gustaba algo, lo cual ocurría a menudo, especialmente cuando intentaba robar la palangana de gránulos especiales atribuidos a Havana y esta quería mantener su propiedad natural. En cuanto Copo de Nieve, era un gran llama todo blanco y bondadoso. Miraba largamente a su alrededor con sus ojos quietos de color azul oscuro como si nada no le pudiera sorprender. La llegada de la pequeña Lilú, impetuosa y muy activa, no había cambiado mucho su modo de vivir. 

A mí me gustaba sentarme mucho tiempo en lo alto del cerro, mirándolas pacer o caminar lentamente y admirando sus movimientos de cabezas elegantes.  Al observarlas  cada día tan sosegadas me parecía entonces que la vida había de transcurrir a su imagen,  siempre igual y feliz.

Por la tarde solía bajar por el cerro para comprobar que todo estaba en orden,  las entradas de la finca bien cerradas y las cuatro llamas pastando juntas adentro. Un día en que fui de compras a la ciudad,  volví un poco antes del atardecer. Esta vez, a mitad camino, encontré a Hermonia parada en la senda, mirándome como si estuviera esperándome, lo raro con su genio bastante desdeñoso. 
-  Hola Hermiona  - le dije –   - ¿Que quieres?  Y al mismo tiempo, detrás de ella, distinguí, acurrucada en el suelo, una pequeña forma blanca que no se movía.  - ¿Qué es eso Hermiona?  - le pregunté -  con mucha nerviosidad mientras conocía la respuesta sin poder creerla.

De verdad no era un cordero perdido por el cerro. Yo estaba mirando, con admiración mezclada con terror, la recién nacida llama que su madrecita había  llevado hasta aquí y que, después de descansar un rato, intentaba ahora levantarse con patas temblorosas. Miré a Hermiona y conservé para más tarde los reproches amargos que se me ocurrían por haberme ocultado su embarazo tanto tiempo.
- Espera aquí, Hermiona - le grité -  que voy a tomar el número de teléfono del veterinario para saber lo que tengo que hacer. 

Y corrí como nunca había corrido hasta la casa, cogí el número y de nuevo volé más que corrí hacia abajo, escuchando al mismo tiempo las recomendaciones casi imposibles del veterinario. Durante este rato, habiendo Hermiona estimado cumplida su interpretación personal de la presentación al templo, había bajado el cerro para quedarse con las otras en el prado abajo. Corrí siguiendo su dirección y ahora las vi todas,  rodeando al recién nacido, empujándolo de un lado a otro y husmeándolo con mucho gusto. Y la pequeña llama blanca, bonita como un regalo del cielo, parecía a la vez aturdida y muy alegre de ser el centro de interés de tantas grandes llamas. 

Y fue cuando comprendí,  sin aliento y feliz, por lo inútil de mi presencia entre estos animales, mucho más generalmente lo insignificante que puede ser la interferencia humana con estas tranquilas vidas paralelas.       
                                                                                                        Odile Pouchol 

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