jeudi 25 septembre 2014

Concurso de cuentos "Rómulo Gallegos"

Olor a cera 

En la tarde de aquel domingo de septiembre del año cincuenta y cuatro, llegué al internado del colegio que se encargaría de mi educación secundaria. Tenía un poco menos de once años, y muchas ganas de empezar a estudiar al igual que los  mayores. Desde hacía algunos meses había empezado en la escuela primaria de mi pueblo a llevar la bata gris como una manera de anticipar mi nueva condición  de colegial.
Después que nos instaláramos mi hermana mayor también en el internado de su colegio, mi madre me había dejado con mi maleta en la conserjería, pues  ella no quería, me lo imaginé, perder  su autobús y sobre todo porque le habían asegurado de  que todo saldría bien, y que como un chico grande, podía despabilarme. Quizás quiso  reducir una despedida difícil.
En el inmenso dormitorio de cincuenta camas todas idénticas, las mismas colchas color rosáceo, los mismos barrotes de hierro, el vigilante me enseñó una cama, ubicada en el fondo cerca de una parte separada actuando de guardarropa. El entarimado  brillante de barniz  crujía a cada paso cuando atravesé ese dormitorio sin fin hasta que llegué a mi cama.  Me senté sobre la colcha rosa adamascada, con la maleta a mi lado, fijando la pared beige, y solo entonces me di cuenta de  que tenía un nudo en la garganta. Me convencí que este maldito olor a encáustica y cera sería el motivo.
Me sentí  de repente muy a solas también  desamparado, invadido y ahogado por los olores. Además el ruido característico del parqué crujiendo a cada paso se añadió al olor a cera para  imprimir de manera perdurable en mi mente una fiel imagen multisensorial de formas, olores, y ruidos, que uno podría llamar de alta definición perceptible sin gafas especiales.

Me percaté de que ese ambiente me sería  impuesto durante los siete próximos años.  Mi futuro inmediato me pareció de repente muy triste, lejos de mi familia y de mis compañeros de escuela primaria. Escuché también algunas voces de compañeros mayores hablando del dormitorio de los “novatos”. Descubrí así que, además de un  ámbito restrictivo y frío, tenía  que aguantar la condición  inferior de novato en la escala social del internado, y eso durante el año completo.
Después ordené mi ropa en los casilleros abiertos de la habitación guardarropa, donde no se podía esconder ninguna chuchería, excepto colocándola cuidadosamente bajo el montón de ropa. El espacio “privado” solo lo teníamos en el casillero de la sala de estudio.
Abajo, al lado del patio circundado de castaños, la sala de estudios de los novatos estaba llena de los recién llegados, cada uno eligiendo su propia escribanía y su casillero. Por mi parte estaba  instalando el candado preservando el único espacio privado que me habían entregado, cuando un compañero, también perdido como yo, se acercó y me dijo: - ¿Podríamos ir juntos?
- Sorprendido, al mismo tiempo asustado, y también para chulear, le respondí: - ¡No me jorobes!
Solo algunos meses después, Andrés fue  compañero de clase y mi amigo, me recordó  ese episodio, compartiendo conmigo ese encaramiento con el mundo de los mayores.
                                                                                                                               Jean Bernard

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