Olor a cera
En la tarde de aquel domingo
de septiembre del año cincuenta y cuatro, llegué al internado del colegio que
se encargaría de mi educación secundaria. Tenía un poco menos de once años, y
muchas ganas de empezar a estudiar al igual que los mayores. Desde hacía
algunos meses había empezado en la escuela primaria de mi pueblo a llevar la
bata gris como una manera de anticipar mi nueva condición de colegial.
Después que nos instaláramos
mi hermana mayor también en el internado de su colegio, mi madre me había dejado
con mi maleta en la conserjería, pues ella no quería, me lo imaginé,
perder su autobús y sobre todo porque le habían asegurado de que
todo saldría bien, y que como un chico grande, podía despabilarme. Quizás quiso
reducir una despedida difícil.
En el inmenso dormitorio de
cincuenta camas todas idénticas, las mismas colchas color rosáceo, los mismos
barrotes de hierro, el vigilante me enseñó una cama, ubicada en el fondo cerca
de una parte separada actuando de guardarropa. El entarimado brillante de
barniz crujía a cada paso cuando atravesé ese dormitorio sin fin hasta
que llegué a mi cama. Me senté sobre la colcha rosa adamascada, con la
maleta a mi lado, fijando la pared beige, y solo entonces me di cuenta de
que tenía un nudo en la garganta. Me convencí que este maldito olor a
encáustica y cera sería el motivo.
Me sentí de repente muy
a solas también desamparado, invadido y ahogado por los olores. Además el
ruido característico del parqué crujiendo a cada paso se añadió al olor a cera
para imprimir de manera perdurable en mi mente una fiel imagen
multisensorial de formas, olores, y ruidos, que uno podría llamar de alta
definición perceptible sin gafas especiales.
Me percaté de que ese
ambiente me sería impuesto durante los siete próximos años. Mi
futuro inmediato me pareció de repente muy triste, lejos de mi familia y de mis
compañeros de escuela primaria. Escuché también algunas voces de compañeros mayores
hablando del dormitorio de los “novatos”. Descubrí así que, además de un
ámbito restrictivo y frío, tenía que aguantar la condición inferior
de novato en la escala social del internado, y eso durante el año completo.
Después ordené mi ropa en los
casilleros abiertos de la habitación guardarropa, donde no se podía esconder
ninguna chuchería, excepto colocándola cuidadosamente bajo el montón de ropa.
El espacio “privado” solo lo teníamos en el casillero de la sala de estudio.
Abajo, al lado del patio
circundado de castaños, la sala de estudios de los novatos estaba llena de los
recién llegados, cada uno eligiendo su propia escribanía y su casillero. Por mi
parte estaba instalando el candado preservando el único espacio privado
que me habían entregado, cuando un compañero, también perdido como yo, se
acercó y me dijo: - ¿Podríamos ir juntos?
- Sorprendido, al mismo
tiempo asustado, y también para chulear, le respondí: - ¡No me jorobes!
Solo algunos meses después,
Andrés fue compañero de clase y mi amigo, me recordó ese episodio,
compartiendo conmigo ese encaramiento con el mundo de los mayores.
Jean Bernard
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