En esta madrugada del 7 de Junio de 1788 el aire
era transparente, el rocío de la noche se evaporaba lentamente al sol que
salía de detrás las montañas.
El día se anunciaba caluroso.
El regimiento de infantería Royal-La Marine
marchaba de paso acompasado en dirección al centro de Grenoble, antigua capital
de la provincia del Delfinado.
Marchaba con los otros soldados, sus compañeros
desde hace muchos años.
¿Cuántos años? se preguntó.
Casi 30 años de vida militar.
Pensó en su juventud pasada al servicio del Rey,
en las guerras en las que había participado, sobre todo en el extranjero.
Pédazos de imágenes olvidadas resurgían en su
cabeza: cercas de ciudades, cargas cerradas,
incendios, heridos, muertos,
hambre, miedo.
No, hoy no tenía ganas de matar a nadie. Estaba
harto de la sangre.
El trabajo de hoy era fácil, sin peligro.
Las órdenes habían sido claras: vigilar que todos
los Parlamentarios dejaran la ciudad ese mismo día. Interdicción de utilizar
las armas.
No sabía exactamente porque debían irse, ni le
importaba saberlo.
Sabía vagamente que el Rey había decidido cerrar
los Parlamentos provinciales y que los Parlamentarios no obedecían.
¿Por qué no obedecer? se preguntó. El Rey manda,
el Rey debe mandar.
Él, siempre
había obedecido.
Era un soldado y tenía tres reglas: obedecer a las
órdenes, matar y no ser matado.
Las tropas ingresaron en el centro.
Era sábado, día de mercado: en la plaza Grenette
los comercios de granos y todas las tiendas habían cerrado sus puertas.
En las calles, grupos de 300-400 personas:
hombres, mujeres, jóvenes, todos armados de piedras, palos, hachas, barras,
estaban precipitándose a las puertas de la Ciudad para cerrarlas e impedir que
los Parlamentarios salieran.
Entre la Puerta de Francia y la Puerta San Lorenzo
un destacamento de 50 soldados los bloqueó.
A mediodía las campanas de la Catedral y de la
Colegiata tocaron a rebato: los campesinos de los pueblos vecinos llegarons
masivemente y entraron en la Ciudad trepando por las murallas.
Cuando los soldados llegaron a la altura del Colegio de los
Jesuitas, los sublevados comenzaron a lanzarles piedras; muchos subieron a los
techos de los edificios y gritando lanzaron las tejas que arrancaban desde las
mismas azoteas.
Una lluvia roja, naranja y polvo caía sobre las
tropas que avanzaban difícilmente hasta el final de la calle donde otros grupos
de amotinados bloqueaban la salida.
« ¡Es una trampa! Nos cercan por todas
partes! » gritó el sargento mayor y ordenó abrir fuego. Algunos soldados se
refugiaron en un edificio y empezaron a disparar por las ventanas.
Él no quería matar, hoy.
Bajo la lluvia de tejas, con otros compañeros dio rápido media vuelta para salir por otro
lado.
Una teja le golpeó la cara.
Teniendo su fusil sobre la cabeza, desenvainó la
espada y dando golpes a la derecha y a la izquierda, intentó abrirse paso en la
muchedumbre desencadenada.
Solo algunos metros más para ponerse a salvo.
De repente un grupo de jóvenes surgió en la
esquina, escopetas en la mano.
Lo miraron.
« Dejadme el paso! » grito.
Una mezcla de sangre y sudor le chorreaba en los
labios.
« ¡Abridme el paso! ¡Coño! ¡Abridme el paso! Hoy
no quiero matar! ».
Ni ser matado.
Algunos disparos estallaron con gran estrépito.
Se escapo corriendo.
¿Había matado a alguien?
Nunca lo supo. Nunca quiso saberlo.
Uriana Vecchi
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