Me acuerdo de mi infancia como del período más
feliz de mi vida. Mi familia era al servicio del conde de Olivares desde muchas
generaciones, y vivía con mis padres en una quinta suya cerca de Madrid.
El conde tenía una hija, Lucía, mayor que yo de
dos o tres años. Como en su entorno no había ningún otro niño, había
acostumbrado desde sus primeros años a jugar conmigo. Íbamos a pasearnos en el
campo vecino, jugábamos con los animales de la quinta, y a veces yo la
acompañaba a su casa como si fuera algún primo y no un criado. Yo la adoraba y hacía todas
sus voluntades.
Las cosas fueron así hasta más o menos los catorce años de Lucía. Pero poco a poco, ella se volvió diferente. Ya no jugaba con sus muñecas, ya no le gustaba correr conmigo en el jardín ni ocuparse de los animales. Se había vuelto coqueta, llevaba vestidos elegantes con los que no podía subir a los árboles ni sentarse en la hierba. A veces me hablaba de manera distante y altiva, como si hubiera descubierto que no pertenecíamos al mismo mundo. Ya no era la Lucía que había conocido, pero la amaba desde siempre y cada día más. La colmaba de atenciones, llevaba sus paquetes, abría las puertas delante de ella, le mantenía el quitasol para darle sombra, lo que me permitía admirar la blancura de su nuca y oler el perfume de sus cabellos.
Por desgracia, el conde me sorprendió en uno de esos momentos de adoración. Declaró que no era decente que un chico de mi edad hiciese compañía a una señorita tal que su hija. De la noche a la mañana fuimos separados, y los dueños me enviaron a otra quinta para trabajar. Así perdí a Lucía. Poco después supe que se había casado con un duque más viejo que ella de quince años. Yo nunca pude olvidarla ni interesarme en otra mujer.
Algunos años después, la crucé un día a la ocasión de una fiesta en la pradera de San Isidro. Avanzaba hermosa como una diosa, seguida por un niño que llevaba su quitasol. Todos la miraban. Dejó caer su abanico. Me precipité para recogerlo y dárselo, mirándola en los ojos con la mayor intensidad que pude. Ella tomó el abanico y me sonrió distraídamente. No me había reconocido.
Odile Veslin
Imagen extraída del Museo del Prado |
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