Esta vez hablaron más, de su vida y de su
matrimonio infeliz a los dos, de lo que querían hacer, y se les ocurrió que todo lo que pensaban era más
o menos lo mismo. Ella le dijo su amor por la belleza de las ciudades italianas
y del idioma italiano que hablaba bastante bien porque lo había enseñado en el instituto. Él le dijo entonces el único
verso de Dante que afortunadamente conocía y eso fue el sésamo que abrió completamente la puerta entreabierta.
Era un hombre bastante guapo que tenía diez años más que ella, lo que le
pareció tranquilizador, y
ojos azules en los cuales ella sólo vio amor. Parecía
tan amable y atento que ella, por primera vez desde hacía tantos años,
se dijo que había encontrado
al hombre con quien podría al
fin pasar los años que le
quedaban para vivir tranquila y sin pasión. Pasión o lo que le parecía ser pasión la había
destrozado muchas veces antes y ahora no quería conocer sino un acuerdo tranquilo y una comunidad
de gustos.
Para
sus hijos la sorpresa no fue tan grande porque sabían que la madre no era feliz viviendo sola y
encontraba a mucha gente para no quedarse así. Aceptaron al ‘novio’ con una simpatía un poco forzada, pero viendo a
la madre que parecía de nuevo
animada y feliz se dijeron que, a pesar de todo, eso estaba bien. Se fueron acostumbrando
poco a poco a este nuevo carácter tan diferente que les parecía siempre para ella más
como un padre que como un posible amante o marido.
Él se instaló en su casa tres meses después del encuentro. La ayudó
mucho en el jardín y compró un olivo que sustituyó al viejo cerezo que sin embargo daba
siempre pequeñas pero
sabrosas cerezas. Uno después de otro, los muebles de la casa fueron desapareciendo,
reemplazados por los suyos, las pinturas
ingenuas en las paredes que le había
hecho su hermana le fueron devueltas, la bicicleta de su hijo fue dada un día a los traperos.
En
menos de tres años la casa se
trasformó a su gusto, algunos
amigos desaparecieron también, reemplazados por otros amigos, menos numerosos, que él le presentó. Se fueron lejos los alegres aperitivos que ella
queria hacer bajo el cenador, las comidas y las risas en el jardín por la tarde, las noches pasadas
bailando con amigos, las largas llamadas telefónicas a su familia, los vestidos demasiado sorprendentes
que le gustaban tanto. En adelante los dos comían dentro de la casa aún
durante el verano, se iban al dormitorio temprano después del programa tele que
él eligia solo. Se quitaban los zapatos al
entrar en la casa limpia y cogían
otras zapatillas para entrar al dormitorio. Ya no habia más
flores en la cocina ni fruta en la mesa, ni helados en la nevera, ni postre
para los amigos que ya no venían
tanto. Las comidas eran biológicas
y sin variedad, lo que al principio era una oportunidad de bromas
amables de parte de sus hijos se volvió
ocasión de ira para ellos cuando
vieron que la madre no sabía
más
lo que quería comer o beber. Sus protestas bastante frecuentes durante los primeros
años de vida común
se volvieron cada dia más raras como si estuviera agotada
de oponerse siempre a la voluntad terca del
hombre de la casa. Hablaba poco y sonreía menos, a veces con nervosidad. Ella que tenía tanto ánimo
en los años que se ocupaba sola
de sus hijos mientras trabajaba no parecía tener más.
Vino
un día en que nadie sonrió más
de esta trasformación. Nadie sabía que hacer o decirle para
mostrarle lo que había perdido
y lo que iba a perder aún
más
con esta nueva vida. Las pocas tentativas para hablarle fueron mal recibidas y al pensar que
todo eso podía ser su deseo
profundo sus amigas de lejos se sentían
tristes como si hubieran sido traicionadas.
Por lo tanto se vieron menos; ya ella que las
invitaba poco a casa las invitó aún menos y el círculo se redujo aún
más. La
vieron alejarse y, a veces, las amigas que la querían pensaban en aquel cuento escrito por el autor del
Sur que todas habían leido cuando
estaban en la escuela. Tenía
un final tan triste que mostraba bien la fatalidad de una lucha desigual. Luchó durante toda la noche la cabrita y a la mañana siguiente el lobo se la comió…
Y por
fin llegó el día en que,
al volver a casa, encontró otro nombre en la bonita puerta de madera que daba a
su jardin.
Odile
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