MANOS DE VIDA
Siempre
que estaba en un bosque ella se detenía
delante de un árbol y lo abrazaba. Mantenía los ojos cerrados y acariciaba la corteza
muy despacio. Se quedaba mucho rato así y
parecía que el árbol le comunicaba su fuerza tranquila. Tenía árboles predilectos y los conocía bien, podía
decir el nombre de cada uno que tocaba. Después miraba arriba hacia la copa tan
frondosa, observaba la tierra entre las raíces y las hojas secas donde ella sabía que estaban los pequeños seres de la selva y parecía
que sus manos, cuando palpaba los majestuosos árboles, alcanzaban a estos seres
invisibles a través de ellos.
Esta fuerza se la transmitía a los animales cuando los cuidaba. La gente se los traía a su centro de auxilios después de encontrarlos por una carretera, heridos o casi muertos. Entonces, ella los cogía entre sus manos sutilmente, mirando largamente el miembro herido antes de tocarlo y luego intentaba curar los huesos rotos, fijándolos con tablillas pequeñas y arreglando las alas dañadas. Cogía lechuzas pequeñas en la palma de la mano con tanto cariño que las aves cerraban los ojos por sentirse seguras. Erizos bebés, enseguida, se echaban a mamar el dedo que los acariciaba. Pequeños murciélagos felposos, ardillas bebés con el pelo tan suave, golondrinas negras con delicadas cabezas redondas que ya no se deslizarían en el nido, erizos con nuevas púas que no pinchaban, todos tan frágiles, todos abandonados desde hace demasiado tiempo. Se acurrucaban en sus manos suaves y se echaban a dormir, casi siempre con las patas completamente descansadas y a menudo estos maravillosos bebés se dormían para siempre.
Esta fuerza se la transmitía a los animales cuando los cuidaba. La gente se los traía a su centro de auxilios después de encontrarlos por una carretera, heridos o casi muertos. Entonces, ella los cogía entre sus manos sutilmente, mirando largamente el miembro herido antes de tocarlo y luego intentaba curar los huesos rotos, fijándolos con tablillas pequeñas y arreglando las alas dañadas. Cogía lechuzas pequeñas en la palma de la mano con tanto cariño que las aves cerraban los ojos por sentirse seguras. Erizos bebés, enseguida, se echaban a mamar el dedo que los acariciaba. Pequeños murciélagos felposos, ardillas bebés con el pelo tan suave, golondrinas negras con delicadas cabezas redondas que ya no se deslizarían en el nido, erizos con nuevas púas que no pinchaban, todos tan frágiles, todos abandonados desde hace demasiado tiempo. Se acurrucaban en sus manos suaves y se echaban a dormir, casi siempre con las patas completamente descansadas y a menudo estos maravillosos bebés se dormían para siempre.
Odile Pouchol
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire