Karla Suárez nació en La Habana, el 28 de octubre de 1969. En 1987 se
matriculó en el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría (ISPJAE)
para estudiar Ingeniería en Máquinas Computadoras. En 1994 publicó por
primera vez un cuento, Aniversario, en la Revista Revolución y Cultura,
en La Habana. Dos años más tarde este relato fue llevado al teatro Durante esos
años publicó cuentos en revistas y antologías y en 1998, la Fundación Alejo
Carpentier de La Habana, le otorgó la Beca de creación Razón de Ser por un
proyecto de novela. En 1998, se instaló en Roma, donde continuó escribiendo,
además de ejercer la profesión de ingeniera y profesora de informática. Luego
de vivir unos años en París, en 2010 trasladó nuevamente su domicilio, esta vez
a Lisboa, donde reside actualmente. Suárez ha impartido talleres de escritura
en varios países. Ha sido invitada a dictar conferencias y a participar en
festivales literarios en Europa y América Latina. Ha sido jurado del Premio
Juan Rulfo y colaboradora del diario El País en España y El informador de
México. En la actualidad ya no se dedica a la ingeniería. Coordina el Club de
lectura del Instituto Cervantes de Lisboa y trabaja como profesora de escritura
en la Escuela de Escritores de Madrid.
La selva oscura
A mi padre lo mataron una tarde que hacía mucho sol, aunque no lo supimos
en ese momento. Él estaba del otro lado del mundo, en la selva oscura de
Angola.
Nosotros en la isla, donde la vida
continuaba más o menos como de costumbre, bajo nuestro sol cotidiano.
Varios días después de su muerte y aún sin saber lo que había
sucedido, yo corría por el bosque de La Habana siguiéndole los pasos al
capitán Tormenta, que era la niña que me gustaba. Algunos metros delante
corría Enrique de Lagardere, mi mejor amigo, que era mucho más rápido y
más fuerte, y por eso me obligaba a impulsar mi cuerpo con una furia loca sin
importarme los yerbajos que arañaban mis piernas. Yo era el Conde
de Montecristo. A decir verdad, hubiera preferido ser el León de Damasco
o hasta Lagardere, porque eso de andar cavando túneles para escapar del
castillo de If no me parecía el mejor de los entretenimientos, pero como
había sido Tormenta quien determinó nuestros nombres, entonces no me
pareció tan mal. Y me acostumbré. De cualquier modo era un conde y eso
provocaba que, de vez en cuando, ella bajara su cabeza en señal de
reverencia hacia mí, manteniendo su mirada fija en mis ojos y una sonrisa que a
los doce años comenzaba a parecerse más a una provocación femenina que a una
simple miradita de niña.
Fue mi padre quien nos enseñó aquel
rincón del bosque y, sin saberlo, nos convirtió en adictos. Nos regaló un
pedacito de mundo donde nuestros personajes preferidos podían vivir sus
aventuras lejos de la televisión, en nuestra propia carne. Él era de los pocos
que tenían carro en el barrio y el único que no consideraba ese artefacto con
ruedas como una reliquia o una marca de status social o una pieza de museo que
hay que mantener lejos del alcance de todos para que no le hagan daño. No. Para
mi padre el carro era un pedazo de lata que podía moverse y si lo tenía él,
pues lo tenían todos. Por eso, algunos domingos, cuando salía a la calle con el
cubo de agua y las esponjas para lavarlo, dejaba que los niños se acercaran y
así, poco a poco, se fue convirtiendo en costumbre. Uno quería limpiar el
parabrisas, el otro quería sentarse donde el conductor a simular que manejaba,
el otro cambiaba el agua del cubo y juntos hacíamos la faena. El premio era
que, al final, cuando ya la lata brillaba y la calle estaba llena de agua, mi
padre nos montaba a todos y partíamos rumbo al bosque, a aquel rinconcito,
cerca del río, donde había un pequeño puente en forma de arco que parecía
sacado de un libro de cuentos. Justo allí, mi padre detenía el carro, abría las
puertas y decía: en media hora deben estar de regreso. Y partíamos. A correr. A
perdernos por el bosque donde se filmaban todas las aventuras que pasaban en la
televisión y que podía ser Francia, Irlanda, España, África o cualquier lugar del mundo con aquellos árboles enormes llenos de enredaderas que
bajaban como cortinas y que creaban formas, a veces eran gigantes, a veces
cuevas, a veces simplemente el velo de una princesa, la capa de un rey o los
muros del mismísimo castillo de If de donde yo tenía que escaparme.
Cuando mi padre se fue para Angola,
terminaron nuestras visitas al bosque los domingos. Pero ya éramos adictos. Por
eso, Enrique de Lagardere, el capitán Tormenta y yo comenzamos otra aventura.
Muchas tardes al salir de la secundaria nos íbamos hasta el puente Almendares y
bajábamos al parque que está junto al río. A mami no le importaba que fuéramos
allí, lo que no le gustaba era que nos adentráramos en el vecino bosque. Decía
que podía ser peligroso, una cosa era con papi, pero solos estaba prohibido.
Fue por eso que nunca se lo dije. No le dije que en el parque casi todos los
aparatos estaban rotos y el túnel apestaba a mierda que los borrachos hacían en
la noche, y en la cafetería después del pan con queso crema y el yogur no
quedaba más por hacer y en los bancos alrededor del río había parejitas
apretujándose; y el río también olía a mierda, a residuos de las fábricas, y en
el abandonado anfiteatro, luego de cantar y aplaudirnos por turnos, se nos
acababa el espectáculo, porque ya éramos grandes. No le dije que un día nos adentramos
en el bosque y, caminando despacio por el trillo que bordea la calle, llegamos
al lugar mágico donde estaba el puentecito y así empezó la siguiente aventura.
Ya no hubo más parque. Llegar al Almendares era sólo el preámbulo para bajar
las escaleras de piedra y continuar hasta nuestra selva verde. Una vez creo que
mami sospechó, porque llegué a casa con las piernas arañadas y quiso saber el
motivo, pero dije cualquier cosa y ella hizo como que me creía. No preguntó
nada más. Y yo seguí.
Vídeo excelente que refleja muy bien este encuentro...
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