dimanche 19 novembre 2017

Karla Suárez


Karla Suárez nació en La Habana, el 28 de octubre de 1969. En 1987 se matriculó en el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría (ISPJAE) para estudiar Ingeniería en Máquinas Computadoras.  En 1994 publicó por primera vez un cuento, Aniversario, en la Revista Revolución y Cultura, en La Habana. Dos años más tarde este relato fue llevado al teatro Durante esos años publicó cuentos en revistas y antologías y en 1998, la Fundación Alejo Carpentier de La Habana, le otorgó la Beca de creación Razón de Ser por un proyecto de novela. En 1998, se instaló en Roma, donde continuó escribiendo, además de ejercer la profesión de ingeniera y profesora de informática. Luego de vivir unos años en París, en 2010 trasladó nuevamente su domicilio, esta vez a Lisboa, donde reside actualmente. Suárez ha impartido talleres de escritura en varios países. Ha sido invitada a dictar conferencias y a participar en festivales literarios en Europa y América Latina. Ha sido jurado del Premio Juan Rulfo y colaboradora del diario El País en España y El informador de México. En la actualidad ya no se dedica a la ingeniería. Coordina el Club de lectura del Instituto Cervantes de Lisboa y trabaja como profesora de escritura en la Escuela de Escritores de Madrid.


                   El hijo del héroe
                   La selva oscura

A mi padre lo mataron una tarde que hacía mucho sol, aunque no lo supimos en ese momento. Él estaba  del otro lado del mundo, en la selva oscura de Angola.
Nosotros en la isla, donde la vida continuaba más o  menos como de costumbre, bajo nuestro sol cotidiano.
Varios días después de su muerte y aún sin saber  lo que había sucedido, yo corría por el bosque de La  Habana siguiéndole los pasos al capitán Tormenta, que  era la niña que me gustaba. Algunos metros delante  corría Enrique de Lagardere, mi mejor amigo, que era  mucho más rápido y más fuerte, y por eso me obligaba a impulsar mi cuerpo con una furia loca sin importarme  los yerbajos que arañaban mis piernas. Yo era el Conde  de Montecristo. A decir verdad, hubiera preferido ser  el León de Damasco o hasta Lagardere, porque eso de  andar cavando túneles para escapar del castillo de If no  me parecía el mejor de los entretenimientos, pero como  había sido Tormenta quien determinó nuestros nombres,  entonces no me pareció tan mal. Y me acostumbré. De  cualquier modo era un conde y eso provocaba que, de vez en cuando, ella bajara su cabeza en señal de  reverencia hacia mí, manteniendo su mirada fija en mis ojos y una sonrisa que a los doce años comenzaba a parecerse más a una provocación femenina que a una simple miradita de niña.
       Fue mi padre quien nos enseñó aquel rincón del bosque y, sin saberlo, nos convirtió en adictos. Nos regaló un pedacito de mundo donde nuestros personajes preferidos podían vivir sus aventuras lejos de la televisión, en nuestra propia carne. Él era de los pocos que tenían carro en el barrio y el único que no consideraba ese artefacto con ruedas como una reliquia o una marca de status social o una pieza de museo que hay que mantener lejos del alcance de todos para que no le hagan daño. No. Para mi padre el carro era un pedazo de lata que podía moverse y si lo tenía él, pues lo tenían todos. Por eso, algunos domingos, cuando salía a la calle con el cubo de agua y las esponjas para lavarlo, dejaba que los niños se acercaran y así, poco a poco, se fue convirtiendo en costumbre. Uno quería limpiar el parabrisas, el otro quería sentarse donde el conductor a simular que manejaba, el otro cambiaba el agua del cubo y juntos hacíamos la faena. El premio era que, al final, cuando ya la lata brillaba y la calle estaba llena de agua, mi padre nos montaba a todos y partíamos rumbo al bosque, a aquel rinconcito, cerca del río, donde había un pequeño puente en forma de arco que parecía sacado de un libro de cuentos. Justo allí, mi padre detenía el carro, abría las puertas y decía: en media hora deben estar de regreso. Y partíamos. A correr. A perdernos por el bosque donde se filmaban todas las aventuras que pasaban en la televisión y que podía ser Francia, Irlanda, España, África o cualquier lugar del mundo con aquellos árboles enormes llenos de enredaderas que bajaban como cortinas y que creaban formas, a veces eran gigantes, a veces cuevas, a veces simplemente el velo de una princesa, la capa de un rey o los muros del mismísimo castillo de If de donde yo tenía que escaparme.
      Cuando mi padre se fue para Angola, terminaron nuestras visitas al bosque los domingos. Pero ya éramos adictos. Por eso, Enrique de Lagardere, el capitán Tormenta y yo comenzamos otra aventura. Muchas tardes al salir de la secundaria nos íbamos hasta el puente Almendares y bajábamos al parque que está junto al río. A mami no le importaba que fuéramos allí, lo que no le gustaba era que nos adentráramos en el vecino bosque. Decía que podía ser peligroso, una cosa era con papi, pero solos estaba prohibido. Fue por eso que nunca se lo dije. No le dije que en el parque casi todos los aparatos estaban rotos y el túnel apestaba a mierda que los borrachos hacían en la noche, y en la cafetería después del pan con queso crema y el yogur no quedaba más por hacer y en los bancos alrededor del río había parejitas apretujándose; y el río también olía a mierda, a residuos de las fábricas, y en el abandonado anfiteatro, luego de cantar y aplaudirnos por turnos, se nos acababa el espectáculo, porque ya éramos grandes. No le dije que un día nos adentramos en el bosque y, caminando despacio por el trillo que bordea la calle, llegamos al lugar mágico donde estaba el puentecito y así empezó la siguiente aventura. Ya no hubo más parque. Llegar al Almendares era sólo el preámbulo para bajar las escaleras de piedra y continuar hasta nuestra selva verde. Una vez creo que mami sospechó, porque llegué a casa con las piernas arañadas y quiso saber el motivo, pero dije cualquier cosa y ella hizo como que me creía. No preguntó nada más. Y yo seguí.

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