Diego Vargas Gaete nació en 1975 en Temuco (Chile). Obtuvo una beca de la
Fundación Pablo Neruda y de la Escuela de Escritores del centro Cultural
Ricardo Rojas. En cuatro ocasiones obtuvo becas de creación literaria por
el CNCA (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes).
Es autor de la novela “El increíble señor Galgo” en 2014. Ha recibido premios
en los Juegos Literarios Gabriela Mistral y en el concurso Pedro de Oña. Enseña
escritura creativa en escuelas y liceos públicos. Fue seleccionado para
representar a Chile en la Feria del Libro de Buenos Aires 2015 y en el festival
Belles Latinas Lyon 2016.
Todavía zumba en los oídos de Silvana la voz ronca del conserje: “Señorita,
no se puede sobrecargar la máquina”. Si bien el hombre pronto ha regresado a su
cubículo en la entrada del edificio, ella sabe que ahora es vigilada a través
de una cámara pequeña e intrusa, la extensión perfecta del alma de ese tirano
de bigotes y overol. Por eso sólo puede echar como máximo tres kilos, es decir,
algunos jeans, un par de chalecos y sábanas, los calzones que usa cada vez que
se acerca una noche romántica y con suerte la falda negra, su caballito de
batalla ante todo tipo de eventos. Silvana Kunz se mira en el ojo de buey de
una de las secadoras y el reflejo devuelve una imagen distorsionada: piernas
chuecas, cintura ancha, nariz aplastada. De pronto piensa en qué diría Camilo
si la viera de esa forma y la risa se apodera de su boca. Y otra vez se ve
junto a su profesor de baile que le dice: “Pecho al frente, mirada en alto, uno
y dos y tres, déjese llevar, la novia es la seducida... no, no y no, el
caballero es el que debe controlar el ritmo” e intenta dar algunos pasitos de
vals en el suelo de baldosas. Eso hasta que mira su reloj y se acuerda que debe
ir a ver lo de la torta. Sacude su cabeza y abre la tapa de la máquina. Primero
tira sus calzones, luego llueven las camisas. La vida, piensa Silvana, es como
una lavadora: uno da vueltas y vueltas para quedarse en el mismo sitio. Sin
embargo ella sabe que eso no es del todo
cierto pues hasta hace poco, a pesar de ser doctora en bioquímica, vivía en
casa de sus padres y dos nanas se encargaban de que en su cama no existieran
las arrugas. Ahora se turna en las labores domésticas con su novio. Silvana se
da cuenta de que si apretujara la ropa seguro alcanzaría a lavar todo en una
carga. Así podría ir junto a Camilo a la pastelería. Siempre y cuando logre
sacarlo de sus papeles ya que cuando escribe cae en trance. Desde hace poco le
ha dicho que trabaja con el material de su último viaje y a Silvana, que sólo
lo conoce hace medio año, le encantaría saber qué hizo su novio en su aventura
por Sudamérica. Pero él es de esos hombres que acaparan silencios.
Silvana Kunz mira otra vez su reloj y a fuerza de brazos mete las sábanas
en el cilindro de acero. Cierra la tapa y la lavadora comienza a trabajar
lenta, atorada, como si le costara digerir toda la ropa. Antes de detenerse, un
quejido a metal rebota en las paredes de la lavandería comunitaria. Silvana
lanza un puntapié que choca de lleno la base del armatoste. El agua fluye. El
aparato, no obstante, insiste en perder potencia y se queda inmóvil. Ella lo
considera como una declaración de guerra y comienza a sacudirlo con las manos.
Que se vaya a la mierda el profesor de pacotilla que le exige bailar como una
reina, a la mierda la torta de novios, a la mierda ese conserje sin vida
propia, piensa mientras mueve la lavadora hacia atrás y adelante. Entonces
titilan las luces, una descarga eléctrica sube por el cable conectado al
enchufe y se expande a través de la base metálica. Y allí están las manos, el
rostro pecoso, los hombros fuertes y esas piernas largas de Silvana
sacudiéndose por el súbito golpe de energía. Lo último que alcanza a ver es un
fogonazo y luego una piscina fosforescente donde se zambulle.
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