¡Extraña mujer fue La Tatuara! ¡Llegó
al Reyno de Goathemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas!
Paró en el Mesón
de San Agustín, como era costumbre lo hicieran los forasteros en esos tiempos.
Luego paseó su arrogancia y su belleza por las calles de la segunda ciudad
colonial de América, en las cuales le formaba valla la admiración de empolvados
marqueses y condes que la colmaron de piropos y galanterías, Y después, como
una avara, la fue a encerrar tras las cuatro paredes de una casita del barrio
de La Parroquia Vieja.
El
vecindario la recibió con rayana indiferencia. Indiferencia que se tornó en el
más acendrado de los odios el día en que los que lo formaban se dieron cuenta
de que la misteriosa extranjera había convertido su mansión en templo de placer
y de vicio.
¡Y era
cierto que la había convertido en tal! Los umbrales de su casa eran atravesados
todos los días, a la hora en que el cielo principia a tachonar de lentejuelas
su bello manto azul, por esbozados y misteriosos caballeros, y por alegres
mujerzuelas, que no se retiraban de
ella, sin hasta que las tímidas luces del alba caían sobre Santiago de los
Caballeros, tras una noche entregada a la música, al vino y al amor. . .
Pero un día,
en lugar de los esbozados caballeros y de las alegres mujerzuelas, llegaron a
la casa del Barrio de La Parroquia Vieja dos corchetes. Cautelosamente golpearon
con los nudillos las puertas que siempre se franqueaban a la gente alegre.
Esperaron un instante. Y al cabo de la espera salió a hacerlos pasar la extraña
mujer que con sus escándalos y fiestas tenía alarmado a todo el vecindario.
La belleza
enigmática de La Tatuana les hizo enmudecer. Y, sin cruzar con ella una sola
palabra, pusieron en sus manos, blancas como los sagrados corporales, una orden
que leyó sin inmutarse. Se le conminaba en ella a darse presa en virtud de que
el Tribunal del Santo Oficio había acogido una acusación en su contra por el
gravísimo delito de hechicería. La Santa Inquisición daba por cierto el delito,
fundándose en una sola prueba: ¡Que La Tatuana había llegado al Reyno de
Goathemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas!
Por sus labios sensuales no pasó
la menor voz de protesta. Cuenta la leyenda que por todo comentario dijeron:
— ¡Esto
tenía que pasar! ¡Son los resultados de que esta mañana cuando volvía de
Chinautla el piche
me haya cantado por atrás!
¡Y se dejó
prender! Y la noche de ese día, y las noches de los siguientes, ya no las pasó
rodeada de apuestos y libertinos caballeros, ni de música, ni de vino, ni
de alegría; sino de la soledad. que junto con ella estaba encerrada en un lóbrego calabozoder la Casa de Recogidas.
* * *
Es 24 de
diciembre de 16. . . Hace ya mucha rato
que los indígenas de Mixco y Chinautla han llegado al atrio de la Catedral
Metropolitana, trayendo desde sus montañas, para que la cristiandad
los ofrezca al Dios Niño, el rojo Pie de Gallo, las verdes hojas de Pacaya, las
aromadas ramas de pino, las amarillas sartas de manzanilla, las piñuelas
provocativas como sensuales labios, y los chinchines, pitos y tortugas. . .
¡Esta noche
es Nochebuena. . .!
¡Nochebuena
para todos los habitantes del Reyno. Noche mala para La Tatuana, cuyo cuerpo
blanco y bello ha ordenado el Tribunal del Santo Oficio arda mañana en la
hoguera!
Mientras el
pueblo se desborda por las calles adyacentes a la Metropolitana, en demanda de
una ofrenda, de las que han traído los indígenas, que brindar al Dios Niño, una
larga y alta figura, envuelta en un manto negro, llega a la Casa de Recogidas.
Es el Comisario del Santo Oficio que va a poner la sentencia fatal en
conocimiento de la infeliz mujer que morirá el mismo día en que el mundo
celebra el nacimiento del que nos enseñó a perdonar a los pecadores.
El de la
alta figura se da a conocer. E inmediatamente que le son franqueadas las
puertas de la cárcel, se hace conducir el calabozo que ha sido fiel guardián de
la hechicera.
Ya en él, sin saludarla siquiera,
su voz gangosa principia a leer, uno tras otro, los pliegos que contienen la
larga sentencia, cuya lectura es escuchada por la desgraciada mujer sin que su
rostro acuse la menor inquietud.
Terminada
aquélla, el clérigo, que velado por la penumbra de la celda, parece un
fantasma, manifiesta a la reo que la justicia por su medio le manifiesta que
está llana a concederle la última gracia.
—Muchas son
las que me adornan, señor Inquisidor —fue la jactanciosa respuesta de la
condenada a muerte—, según me lo decían mis numerosos admiradores. ¡Lamento que
no hayáis reparado en ellas! Pero como no es mi ánimo desairaros, os voy a
pedir una. Que ordene vuestra paternidad me sea traída un trozo de carbón. Es
mi deseo pasar las últimas horas de mi vida entregada al arte del dibujo, que
siempre ha sido muy de mi agrado. No os pido lienzo, pues en lugar de él
emplearé las blancas paredes de mi celda. Quiero dejar en ellas un recuerdo de mi
paso por la vida.
—Os será
concedidio —respondió el Comisario.
Y se marchó
del calabozo, sin haber brindado a La Tatuana, que mañana sería pasto de la
hoguera, ni una sola palabra de consuelo.
* * *
A las diez
de la noche le llevaron el trozo de carbón. El júbilo más grande la embargó
cuando lo tuvo entre sus manos. Jugueteó con la negra barrita unos momentos. La
acarició con la misma finura con que sus manos acariciaban a sus amantes. Y pasados los primeros transportes
de su infantil alegría, principió a dibujar.
Sus delicadas y finas manos, que
para dibujar eran tan sabias como para prodigar caricias, dibujaron un
tranquilo mar, sin tempestades que lo embravecieran, porque tenía suficientes
en su alma. Y sobre el mar, navegando con proa hacia el norte, un barco
diminuto y perfecto. . .
Terminada la
obra, se puso a contemplarla con la misma unción con que un artista contempla
la suya. Le dio uno, dos, tres y más retoques. Y cuando estuvo ya segura de que
en ella no faltaba ni el más leve detalle, se embarcó en el velero que
maravillosamente habían dibujado sus manos blancas como los sagrados
corporales. . .
¡Y así se
fue La Tatuana del Reyno de Goathemala! ¡En el mismo barco en que llegó! ¡En el
barco que no arribó a ninguna de sus playas...!
Francisco Barnoya Gálvez - libro Cuentos y Leyendas de Guatemala
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