LA CASA DE MI ABUELO
por Ana Maria
por Ana Maria
Varias veces al año,
mi madre, mis hermanos y yo íbamos a visitar nuestros a abuelos. A veces, cuando mi padre
tenía vacaciones, venía con nosotros. En estos tiempos, el viaje duraba casi
todo el día.
Llegábamos al fin de
la tarde o al principio de la noche, muy emocionados por encontrar a mis
abuelos pero, sobre todo, por la idea de volver a esta casa.
La casa estaba ubicada
a orillas de un pueblo que no presentaba mucho interés. No estaba en la
montaña, ni cerca del mar, ni siquiera de un lago. Era un simple pueblo del
campo francés. Su único interés era que la frontera suiza estaba muy cerca y
que, cuando mis padres iban a echar gasolina en Suiza, nos regalaban de
chocolates suizos.
Pero la casa misma nos
parecía maravillosa. Mi abuelo la había comprado por una miseria, en una
subasta. Él, que era un obrero, solía decir que era el único buen negocio de
toda su vida.
A nuestros ojos, la
casa era inmensa, casi un castillo. En realidad, era una mansión, con muchas
dependencias que albergaban, cada una, tesoros que maravillaban a mis hermanos
y a mí.
Había una antigua
caballeriza, sin caballos, pero con viejas sillas, arneses, perchas y
herraduras.
A nosotros, lo que nos
gustaba aún más, eran la conejera, con verdaderos conejos, y el gallinero, con
verdaderas gallinas. Nuestro trabajo, cada día que estábamos allá, era de
recoger los huevos, alimentar la gallinas con granos y los conejos con cáscaras
de verduras. Los domingos y por las fiestas, solíamos comer pollo o conejo pero
nunca supimos que eran los mismos que veíamos cada día.
También nos gustaba el
gran sótano enterrado bajo la casa, aunque nos daba un poco de miedo y siempre
íbamos los tres juntos. Allí, se conservaban durante todo el invierno, las
manzanas recogidas al final del verano. En otra parte, había montones de carbón
para alimentar la cocina y las estufas.
Había también varias
botellas cubiertas de polvo y nunca supimos exactamente lo que contenían.
Lo que a nosotros nos intrigaba
era un especie de gran recipiente de cobre con tubos. Los abuelos nos decían
que no servía para nada pero, ahora, sé que estaba escondido en el sótano
porque mi abuelo no tenía la licencia para destilar alcohol. Y que,
probablemente, no era el único del pueblo en este caso.
Tengo también
recuerdos de un huerto muy bien ordenado, con todos tipos de verduras o de la cosecha
de endrinas, cuando mi abuelo sacudía el árbol y nosotros sosteníamos una vieja
sabana debajo para recoger los frutos que caían. Me acuerdo de las meriendas de patatas cocidas
en las cenizas de un fuego, en el jardín, con rebanadas de tocino tostado. ¡Dios mio!, eso era mucho mejor que Nutella!
Hoy, la casa fue
vendida pero cada vez que paso por esta parte de Francia,
me paro un rato. Me parece más pequeña y menos misteriosa pero siempre me
recuerda los que fueron entre los momentos más hermosos de mi infancia.
Ana Maria
Enero 2020
Enero 2020
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