vendredi 7 février 2020

LA CASA DE MI ABUELO


LA CASA DE MI ABUELO
por Ana Maria

Varias veces al año, mi madre, mis hermanos y yo íbamos a visitar  nuestros a abuelos. A veces, cuando mi padre tenía vacaciones, venía con nosotros. En estos tiempos, el viaje duraba casi todo el día.
Llegábamos al fin de la tarde o al principio de la noche, muy emocionados por encontrar a mis abuelos pero, sobre todo, por la idea de volver a esta casa.
La casa estaba ubicada a orillas de un pueblo que no presentaba mucho interés. No estaba en la montaña, ni cerca del mar, ni siquiera de un lago. Era un simple pueblo del campo francés. Su único interés era que la frontera suiza estaba muy cerca y que, cuando mis padres iban a echar gasolina en Suiza, nos regalaban de chocolates suizos.
Pero la casa misma nos parecía maravillosa. Mi abuelo la había comprado por una miseria, en una subasta. Él, que era un obrero, solía decir que era el único buen negocio de toda su vida.
A nuestros ojos, la casa era inmensa, casi un castillo. En realidad, era una mansión, con muchas dependencias que albergaban, cada una, tesoros que maravillaban a mis hermanos y a mí.
Había una antigua caballeriza, sin caballos, pero con viejas sillas, arneses, perchas y herraduras.
A nosotros, lo que nos gustaba aún más, eran la conejera, con verdaderos conejos, y el gallinero, con verdaderas gallinas. Nuestro trabajo, cada día que estábamos allá, era de recoger los huevos, alimentar la gallinas con granos y los conejos con cáscaras de verduras. Los domingos y por las fiestas, solíamos comer pollo o conejo pero nunca supimos que eran los mismos que veíamos cada día.
También nos gustaba el gran sótano enterrado bajo la casa, aunque nos daba un poco de miedo y siempre íbamos los tres juntos. Allí, se conservaban durante todo el invierno, las manzanas recogidas al final del verano. En otra parte, había montones de carbón para alimentar la cocina y las estufas.
Había también varias botellas cubiertas de polvo y nunca supimos exactamente lo que contenían.
Lo que a nosotros nos intrigaba era un especie de gran recipiente de cobre con tubos. Los abuelos nos decían que no servía para nada pero, ahora, sé que estaba escondido en el sótano porque mi abuelo no tenía la licencia para destilar alcohol. Y que, probablemente, no era el único del pueblo en este caso.
Tengo también recuerdos de un huerto muy bien ordenado, con todos tipos de verduras o de la cosecha de endrinas, cuando mi abuelo sacudía el árbol y nosotros sosteníamos una vieja sabana debajo para recoger los frutos que caían.  Me acuerdo de las meriendas de patatas cocidas en las cenizas de un fuego, en el jardín, con rebanadas de tocino tostado.  ¡Dios mio!, eso era mucho mejor que Nutella!
Hoy, la casa fue vendida pero cada vez que paso por esta parte de Francia, me paro un rato. Me parece más pequeña y menos misteriosa pero siempre me recuerda los que fueron entre los momentos más hermosos de mi infancia.
Ana Maria
Enero 2020

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